Con el Quijote las cosas se complican: los datos de la realidad se tornan irreales —unos molinos de viento se cambian en ejércitos, una venta es un castillo, unas monjas son princesas, frailes son cambiados en encantadores, y pellejos de vino en gigantes—. Esta contingencia, que al principio nos hace morir de risa, termina por dominarnos de tal manera, que no bien llevamos leídos unos capítulos nos sentimos tan quijotescos, tan serios y patéticos que hacemos volar las páginas como esperando que al final de las mismas se nos descubra el misterio que en cada una de ellas el autor se encargó de acumular.
Es decir, estamos en presencia de la doble aventura: por un lado se opera con lo conocido —el mundo tal cual lo conocemos—; por el otro se parte de lo conocido hacia lo desconocido —lo cotidiano sustituido por lo mágico.
Virgilio Piñera