Por disímiles, curiosas y hasta paradójicas razones que les cabría a los lectores interesados averiguar, fue España uno de los pocos destinos finales o intermedios accesibles a los exiliados cubanos de los años 60 y 70 del siglo XX. Miles de ellos experimentaron así lo que su propio país entonces no les ofrecía: vivir el ocaso de una dictadura política (en este caso, la franquista) y el surgimiento de la democracia y de las nuevas libertades individuales promovidas espontáneamente por el pueblo (en este caso, la movida madrileña). El registro ficcional de dicha experiencia de la diáspora cubana —escasamente plasmada antes en su narrativa y realizada aquí de forma impecable y bien informada— hace de la historia de Alejandro Soler, el joven protagonista de Las estaciones del viajero, una pieza literaria que ya resultaba necesaria. Tras llegar al exilio con su familia e instalarse en Madrid en 1973, Alejandro busca integrarse a su nueva realidad, todo ello ahora bajo la mirada introspectiva de un narrador que lo descubre revisando su pasado y contraponiéndolo a su presente, en lo que finalmente constituye una aguda reflexión sobre no sólo una agitada España vista por unos ojos foráneos, sino también las agridulces circunstancias de todo destierro.