Las viejas y desgastadas campanas tañen agónicamente desde la torre del campanario anunciando el fúnebre desenlace del final de una vida. Me he quedado escuchando su melancólico y sacro clamor hasta el repique de sus tres últimos toques. Con las pocas fuerzas que le restan a mi delgado brazo he dibujado, sobre mi desgastado cuerpo, la señal de la cruz como muestra de respeto. Aunque, a decir verdad, mi preocupación y mi pena no han ido mucho más allá, pues en este momento mis pensamientos están demasiado lejos de aquí y mis escasas fuerzas las quiero dedicar a otros menesteres. Han pasado ya casi dos décadas desde que sufrí en mi alma el negro tañer de la conciencia. Y justamente hoy, después de tantísimo tiempo, he decidido relatar el origen de las culpas que me condujeron a aquella tediosa situación. Y contar cómo gracias al amor, al arrepentimiento, al crucificado y al apóstol, que trazó los caminos jacobeos por los que peregrina la cristiandad, conseguí superar mi particular vía crucis y liberar mi alma de la penitencia de los malvados y de su negra melodía.