Sentado ante la mesa de la cocina, con un sándwich y un vaso de leche sobre el blanco mantel, Marcus Conway lee el periódico y escucha la radio. No hay nadie más en casa. Estamos en Louisburgh, Irlanda, es 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, y a mediodía las campanas de la iglesia tocan el Ángelus. Esas campanadas desatan el vértigo de la memoria, y a la mente de Marcus acuden los conflictos no resueltos, las heridas, los amores irreconciliables: la esposa a la que ama y a quien sin embargo ha traicionado, el hijo lejano, la hija artista a la que quizá decepcionó. Durante una hora, y hasta el próximo boletín informativo, Marcus deshuesa el pasado, repasa mentalmente su vida como hijo, como esposo, como padre, como el ingeniero civil que es, asombrándose ante la milagrosa construcción del mundo y presintiendo a la vez su pronto desmoronamiento.
Escrita a partir de una única frase que –como el hilo de la vida, como el fugaz discurrir de la conciencia– serpentea imparable por estas páginas, Huesos de sol articula lo existencial y lo ecológico, lo íntimo y lo social, el mundo rural y la economía globalizada, y a partir de esa mirada que abarca la familia, el condado, el país, las catástrofes de una época, Mike McCormack construye una obra épica, tierna, emotiva: la vida de un hombre en toda su inabarcable profundidad, en todo su irredimible misterio, en toda su infinita fragilidad. La vida de un hombre en todo lo que esta tiene de cotidiano, trágico y milagroso.
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