Siempre que leo un texto, siento temor y temblor, ya que no sé a qué extraño lugar seré llevado. Leer un texto de Lilí Grinberg me ha asegurado, hasta ahora, que no me perderé con su escritura, que me llevará a algún lugar del asombro para ser parido, como alguien nuevo y desconocido: un resucitado. Como un hombre de las cavernas, donde todos hemos habitado y está en nuestro inconsciente, me reconocí – aunque como otro– en los capítulos de La casa de piedra. De allí fui arrojado a la casa de mi infancia. Volví a recorrer las casas de piedra, típicas de Jerusalem, con sus colores de atardecer dorado. Si uno camina por una de sus callejuelas, no podrá sino encontrar el infinito; como sucede con la escritura de nuestra autora, manifestada en lo poético. Aún en su prosa que te llevará a la palabra desnuda: anterior a lo sagrado del silencio de toda revelación. Dios escribe sobre dos tablas de piedra con su propio dedo; pero Moisés las romperá y deberá volver a escribirlas. No hay escapatoria. Ni en la deconstrucción del texto, que al leerlo con nuestra voz e interpretarlo subjetivamente, la escritura ya no nos pertenece. Porque escribimos con nuestras manos, pero siempre la mano de Dios estará sobre la nuestra. La extraña casa de piedra pertenece a la autora y también a sus lectores transformados en Adán: mirando por primera vez el mundo. El patriarca bíblico Jacob se quedó dormido sobre una piedra y soñó con ángeles que subían y bajaban. Cuando despertó dijo: qué terrible y fascinante es este lugar: la puerta de lo sagrado, y yo no lo sabía. Al terminar el maravilloso texto de Lilí Grinberg supe que, en la escritura, aunque sea en prosa, el Misterio usa al redactor como un instrumento. Para volver a mostrar el sentido de lo numinoso, en esta casa de piedra, que es una réplica de todo templo del sentido y destino de nuestra existencia.
Rabino Reubén Nisenbom
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