Gilead es un pequeño pueblo de Iowa, apenas un puñado de casas dispuestas a lo largo de unas pocas calles, tiendas, un elevador de grano, una torre del agua y la vieja estación del tren. Las generaciones se suceden en una vida en apariencia apacible que se organiza alrededor de las comunidades religiosas. A través de una extensa carta que el reverendo John Ames escribe a su hijo de siete años para que éste la lea una vez él haya muerto, Marilynne Robinson narra con mano maestra el orden y la nada aparentes de la comunidad. Pero en cualquier grupo humano, como en la consciencia de cualquier hombre, basta escarbar un poco para que afloren las limitaciones y las bajezas que los pueblan. Con una voz luminosa e inolvidable, John Ames abre su alma, elucubra acerca de la soledad, la guerra, la pérdida de la fe, la redención, los celos, para descubrirnos la condición humana y conseguir transmitir el milagro de la existencia. Porque Gilead es, en sí misma, una esplendorosa celebración de la vida, pero también un fiel retrato de la América profunda dominada por la religiosidad y por la ignorancia de todo lo que sucede unos kilómetros más allá.