La de Miguel de Álava (Vitoria, 1772- Barèges, 1843) es una de las trayectorias biográficas más fascinantes de la historia europea. Intervino como segundo comandante del Príncipe de Asturias en Trafalgar (1805), con unidades británicas en Talavera y Buçaco (1810), dirigió el sitio de Ciudad Rodrigo (1811), participó en la batalla de Los Arapiles (1812) y trazó el plan de batalla en Vitoria (1813), entre otros hechos de armas, antes de acompañar a Wellington en su persecución de las tropas napoleónicas más allá de la frontera franco-española. De las acaloradas reuniones diplomáticas, a los sofisticados salones franceses, Álava se nos muestra siempre como un político de rara honestidad, liberal convencido (lo que le llevó en más de una ocasión a la cárcel), embajador excelente y parlamentario brillante. Pero cuando tuvo ocasión de dar la medida de sus mejores virtudes fue en el convulso año que recrea Ildefonso Arenas en esta novela, 1815, cuando, al lado de su gran amigo el duque de Wellington, desempeñó un papel decisivo en la batalla de Waterloo. 1815 fue el año del Congreso de Viena, del Imperio de los Cien Días, de la batalla de Waterloo y de la ocupación de París por los prusianos. Fueron muy pocos los hombres que vivieron en primera fila y en posiciones destacadas ese año inigualable de la historia europea. Miguel de Álava fue, de entre todos ellos, el único español.