En la peripecia de Jude Fawley –en el abandono de su mujer, en su renuncia forzosa a seguir estudios universitarios, en la relación ilícita, tortuosa y vagabunda que emprende con su prima Sue-, Thomas Hardy quiso basar “una fábula trágica” con el propósito de “mostrar que, como dice Diderot, la ley civil debería ser sólo el enunciado de una ley natural”. Sin embargo, esta personal ilustración del conflicto entre la ley y el instinto fue acogida con tanta saña y escándalo por sus contemporáneos que un obispo hasta llegó a quemarla públicamente. “Tal vez el mundo –dice uno de sus personajes- no esté lo bastante iluminado para comprender una experiencia como la nuestra”, y Hardy podría muy bien haberse defendido con sus palabras. Porque Jude el oscuro (1895) fue la primera novela que se atrevió a hablar a su época, por extenso y sin tapujos, de sexo, matrimonio y religión y que quiso que fueran sus personajes quienes expusieran las inquietudes e interrogantes cuyas consecuencias sufrirían en un mundo que sólo les ofrecía, como respuesta, confusión y oscuridad.