Cierto día noté que don Jacobo lucía una presea que me llamó la atención. Sobre su chaleco de blanco piqué, tieso y mal planchado, ostentaba pesado medallón de oro, en cuyo centro fulguraba gruesa piedra amarilla.
—¡Vaya un topacio que se trae don Jacobo hoy! —dijeron varios.
Solo yo, más inteligente en pedrería, comprendí que no se trataba de topacio, sino de un espléndido brillante.
La piedra, rara por su color y tamaño, hizo que mi curiosidad se fijase más aguda en don Jacobo. Le esperé a la salida, emparejé con él, y bajamos la calle de Alcaláplaticando. Él vivía en el barrio de Salamanca.
—Ese brillante —le dije—, ¿es brasileño? ¡Sabe usted que vale algo el directo!
—¡Ya lo creo! —respondió—. ¡Cómo que me lo ha dado una reina que se enamoró de mí!
—¿Una reina?
—Vamos al decir… reina… de salvajes.
Me eché a reír, mostrando gran alborozo e interés, para arrancar al viejo el relato de la aventura de la lejana mocedad.
—No crea usted —añadió—. Más de cuatro veces he estado apique de tirar por la ventana el demontre del dije, ¡rayo!, porque tiene una virtud, o como se le quiera llamar, que…; en fin, serán aprensiones…, ¡retoño!, pero yo creo que está hechizado… Al mismo tiempo, me daría vergüenza hacer tal disparate.
—¿Por qué no lo ha vendido usted?
—¡Bah! No me falta lo necesario para mí, para darme todos mis gustos…, ya que, por desgracia, me toca morir en tierra y no en el mar. El maldito brillante me ha costado desazones, pero, al mismo tiempo (es una cosa rara; todo es raro en esta piedra), le tengo así una especie de cariño…
—¿Y cómo logró usted el amor de la reina? —pregunté, mientras consideraba la bravía y atezada fealdad del anciano, y miraba, a la luz muriente del Sol de primavera, los pelos cerdosos que emergían rígidos de las fosas de su nariz y de la oquedad de sus oídos.