En El rompecabezas el autor intenta rellenar huecos en su memoria. Con sinceridad desgrana desde la primera palabra sus sentimientos para con sus familiares y para eso rasca con saña en los recuerdos, hasta de los animales queridos: “Registrados quedaron en alguna parte de mi memoria (ese lugarcito siempre reservado a empolvar poemas intrascendentes) unos pocos versos para mis admirados équidos.”
Haber tenido la oportunidad de conocer el País del Sol Naciente y atañerle lo japonés marca significativamente parte del relato: “A mí me había dicho Reiji, tío Reiji, Nagakawa San, el hippie, el bohemio, el bebedor, el parlanchín, el abuelo de mis hijos (por decisión propia y gratamente admitida), repetidamente, que las lenguas devenía vivas y no pueden enlatarse.”
Como viajero varias veces a China y a Taiwán, así como a otros países asiáticos, viene a dar pinceladas de sus paisajes sin olvidar sus raíces gaditanas ni lo que ello conlleva: “Qué caballos habrán vencido mientras el sol se pone en el horizonte de las playas de mi Sanlúcar”.
Y detalla otras veces los colores del agua, ya sean del Yangtsé o del Guadalquivir, del Océano Pacífico o del Atlántico: “Del profundo oscuro fondo marino destellaron misteriosas centellas turquesas”. El rompecabezas viene a ser un puzle donde se entrecruzan emociones sobre las personas: “El destino ofreció a Salvador Peña González un lugar para un freidor de pescados”, y sobre el devenir: “El militarismo machista de los chulitos en África (que los hubo) también tomó posición, y no sólo por el sur de la Península.”