La vigencia irrecusable del pensamiento cartesiano revela su sentido propiamente filosófico porque, lejos de suscitar la mera admiración o las loas escolares a la genialidad del ‘padre de la modernidad’, nos invita y exige preguntarnos los porqués de dicha vigencia, de los que el presente libro da testimonio. Las razones comprometen no solo a lo que se conoce como la ‘modernidad de la filosofía’, sino también a la filosofía contemporánea de la modernidad. Al respecto, cabe constatar dos hechos históricos, bien conocidos y notorios, pero que todavía nos convocan e interrogan: la ruptura y a la vez la continuidad que, como pocos, el pensamiento de Descartes instaura. Ruptura, porque el orden deja de ser concebido según la verdad de la cosa y pasa a ser definido por el orden del conocimiento. Por otra parte, todos los grandes filósofos, desde Spinoza hasta Michel Henry, sitúan —a veces a su pesar— la reflexión sobre el ego en el centro de su pensamiento. De ahí la continuidad, porque Descartes es el primero en salvar el giro histórico por el cual la filosofía, bajo el golpe intempestivo de la muerte de Dios, abjura de la metafísica y se reinventa enseguida, y todavía, como fenomenología y luego como filosofía analítica o filosofía de la mente, situándose en el corazón de ambas como interlocutor privilegiado. Así, la obra de Descartes necesita aún interpretación, porque ella todavía nos interpreta y en ella seguimos interpretándonos.