Tras un mes en el hospital, el 19 de abril de 2008 a las ocho y veinte de la tarde, con tan sólo dieciocho años, víctima de leucemia, murió Hugo. En aquel momento comenzó a llover. La lluvia, tan deseada, se volvió amarga al mezclarse con las lágrimas de todos los que lloraron su pérdida. La muerte de un hijo es una muerte en contra del sentido de la vida, un sufrimiento intenso, inmenso, el más devastador que un ser humano pueda experimentar. Amarga lluvia no se lee, se siente. Tal es la fuerza de su prosa sencilla y expresiva, que al final te queda lo que la autora pretende: el aroma de su hijo. Nadie que lea este libro quedará indiferente, haya experimentado o no la pérdida de un ser quderido, algo se le removerá muy dentro, allí donde cala ineludiblemente la “amarga lluvia”.