"León, oscuridad de mi vida, ácido de mis entrañas. Le-ón. La lengua hace un viaje oblicuo que roza el paladar rosa, hacia afuera, casi chocando con los dientes, luego, la boca se transforma en una especie de circulo pagano en el que se dicen las ultimas letras, que dejan el rastro de una pequeña vibración de aleteo de mosquito, con la sensación de haber dado un beso no correspondido. León. Era León formalmente, para todos los que lo conocían hace menos de veinticuatro horas. Leoncito, como le gustaba decirle a su madre con cariño cuando pasaba los dedos largos por su cabello corto mucho antes de que fuera profano por las tijeras en algún baño de un amigo. Era Lo, para todos los que le tomaban cariño y Lo, cuando era pequeño y le preguntaban su nombre. Era mi Lo, para mi, en aquellos momentos de oscuridad en donde las respiraciones agitadas era lo único que nos daba a entender que tanto uno como el otro, estaba despierto. Lo, para llamarlo cuando estaba lejos y me encontraba desesperado por encontrarlo. Debí llamarlo Dolores, hubiera sido más profético y de forma paradójica, hubiera tenido el mismo encanto, el mismo apodo. La llegada de León cambiaría mi vida por completo, por segunda vez, con su metro sesenta y nueve de alto, el cabello con rastro de haber sido aclarado y luego tintado de un rojo que a su llegada, tenia un difuminado naranja. La oreja derecha con complejo de campana, ya que cuando movía su cuello pálido de cisne hacia algún lugar, estos lo anunciaban. Muchos decían no escucharlo, pero a veces, por las noches, podía jurar oír en los pasillos de casa, junto con sus pasos que siempre eran realizados con los dedos de los pies, de una manera tan especial y delicada, casi como si estuviera intentando ir por encima de las aguas, el compás de sus aros. !Ah, Lo, Lo...! ¿Quien diría que me mostraría lo monstruoso del amor y me harías sucumbir bajo sus garras de moto sierra oxidada?"
- Título
- Copyright
- Índice
- Primera parte
- Segunda parte
- Tercera parte
- Cuarta parte