Murió Pío XIII. Había sido, según los voceros de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, el que ocupó el pontificado durante más tiempo. Tenía noventa y ocho años. Inmortalizó la frase Jesús no tenía guardaespaldas. Para él, el Vaticano era solo un sitio de tránsito en su andar permanente, peregrinaje que dispuso para demostrarles a los ciudadanos del mundo que el máximo jerarca de la Iglesia era un individuo a quien se le podía hablar sin mediar audiencias. Rompía protocolos, ignoraba las medidas de seguridad, nunca usó el auto blindado que la Iglesia, los fieles o ambos, bautizaron como papamóvil, dentro del cual se exhibía a un hombre ajeno a los olores que despedían las muchedumbres. Caminaba, estrechaba las manos, abrazaba, se dejaba tocar. No abandonaba ni en el sueño una sonrisa auténtica, como lo corroboró su enfermero después del entierro. Conversaba con la gente desde los bancos de las plazas, los púlpitos de las iglesias, las cimas de las colinas de poca altura. Sepultó los sermones debajo del piso de la Santa Sede. Hablaba y escuchaba. Compartía sonrisas, chistes y lágrimas. Dejó en el Vaticano la lujosa indumentaria papal para usar las frescas y sencillas sotanas blancas. Nada de lujos. La religión es humildad, solía decir.