“Había llegado el momento de emplear una de las tres filudas cuchillas de acero que trajo desde Huaraz. Empezó entonces dando un corte a la arteria más grande. Vencida la tenaz resistencia que le ofrecía ese tubo rojo con casi dos metros de largo, salieron disparados decenas de rollitos de billetes. Eran fajitos de cien soles y de cien dólares, cayendo por todo lo largo y ancho del camastro. La magnífica visión le dio ganas de orinar, pero como el baño estaba en el pasillo, no quiso interrumpir su tarea dejando esa fortuna a expensas de algún amigo de lo ajeno que seguro pasaría cerca. De modo que llevó la silla al pie de la ventana, se subió en ella, y regó con el contenido de su vejiga los carritos que vendedores ambulantes guardaban en ese corralón. Después, siguió con su labor, escogiendo ahora una arteria de dos colores que medía casi metro y medio de largo y que, aunque pesaba más que la anterior, resultó la más fácil de cortar. Bastó una incisión perpendicular para librar del cautiverio más y más rollos de billetes”.
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