El XIX: Escarmienta en mí, hijo mío; cumple lo que ofrezcas, que prometer y no dar hace a los tontos alegrar.
El XX: No seré yo quien falte a mis compromisos. Pienso ofrecer poco, que más vale un toma que dos te daré.
El XIX: Cuando te apunte el bigote, mocoso, verás que del dicho al hecho hay un gran trecho.
El XX: Amanecerá Dios y medraremos.
El XIX: Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
El XX: A vejez llegada, cabeza cansada.
El XIX: De los viejos, los consejos.
El XX: El vino añejo y la sangre moza.
El XIX: (Aburrido.) ¿Quieres hacerme el favor de no hablar como si fueses el XVII? En mí, pase; pero en ti, chiquillo, me apestan las sentencias, las máximas y toda esa balumba que huele a polilla y a humedad. Pensé que trajeses en la mollera sal fresquita y estilo nuevos. Para eso, no vale la pena de estrenar siglo.
El XX Hablo así porque estoy en España, donde el vino añejo y la misma sangre hirviente de la mocedad se echa en odres vetustos, de formas arcaicas que hemos respetado y canonizado los señores siglos. Sácame de aquí; llévame entre tus alas, rotas y fatigadas, más allá del Pirineo; arrójame sobre el puente de algún buque que cruce el Atlántico, y verás cómo suelto las ligaduras de la momia y hablo a la ultramoderna, de blanduras liliales, inquietantes morbideces, amperios, voltios, superhombres y progenerados.