En Thérèse Raquin pretendí estudiar temperamentos y no caracteres. En eso consiste el libro en su totalidad. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras a cada uno de los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son animales irracionales humanos, ni más ni menos. Intenté seguir, paso a paso, en esa animalidad, el rastro de la sorda labor de las pasiones, los impulsos del instinto, los trastornos mentales consecutivos a una crisis nerviosa. Los amores de mis dos protagonistas satisfacen una necesidad; el asesinato que cometen es una consecuencia de su adulterio, consecuencia en la que consienten de la misma forma en que los lobos consienten en asesinar corderos; y, por fin, lo que di en llamar su remordimiento no es sino un simple desarreglo orgánico o una rebeldía del sistema nervioso sometido a una tensión extremada. No hay en todo ello ni rastros del alma, lo admito de buen grado, puesto que era mi intención que no los hubiera.