En el año 388, a. C., Platón viajará a Siracusa, la principal ciudad de Sicilia, donde Dionisio, tirano, pide su ayuda y su consejo. Allí entrará en contacto con Dion, cuñado de Dionisio. Este quería que su cuñado proporcionase una constitución a Siracusa, conforme a las mejores leyes. Así está reflejado en la Carta VII de Platón. Pero Siracusa, con su tirano a la cabeza, estaba en guerra abierta con Cartago, una gran potencia comercial y militar emergente. En el encuentro entre ambos, se diserta sobre la virtud, el conocimiento y la justicia. Con todo, es el tirano quien tiene más difícil el dominio de sí mismo, sin el cual no hay verdadera virtud; por lo tanto, tampoco tiene verdadero gobierno. Dionisio se ve incapaz de seguir los consejos del filósofo y Platón se vuelve a Atenas, después de haber sido apresado por unos piratas, esclavizado y finalmente rescatado. Fue reconocido en el mercado de esclavos de Egina por Aníceris de Cirene, filósofo amigo que lo reconoció, pagó su rescate y volvió a Atenas. El referido hecho histórico, relatado con una tácita dosis de humor, nos transmite un dato perturbador: ni siquiera un gran filósofo, artista de la definición, predecesor de lo que luego los filósofos denominaremos el análisis de los conceptos; un filósofo, digo, devoto de la verdad y del poder del argumento, como Platón, está exento de equivocarse y mucho. Pero, ¿qué significa que un filósofo se equivoque? Puesto el asunto de otro modo¿qué rol noble o innoble desempeñamos los filósofos en la vida pública? A contestar esta pregunta se dirige este escrito. El estilo y el tono de mi voz, esta vez, no es el de un riguroso artículo académico (paper), sino, al menos eso espero, el de una voz fluida, pero con una dirección precisa.