El tercer título de la trilogía: Rasputín. La muerte del diablo sagrado, explora la bruma que rodea su muerte.
Unos meses antes del estallido de la Revolución Rusa, emergía de la Duma el primer clamor bolchevique. No fue un obrero el que prendió la mecha que llevaría a la abdicación del zar y la caída del Imperio, sino un diputado del parlamento, un patriota que creyó tener en sus manos el destino de toda Rusia. Vladimir Purishkévich quería defender el trono de la nefasta influencia del diabólico Grigori Rasputín, que dominaba con su poder hipnótico a los zares y dirigía secretamente un país que, ya mermado por la Primera Guerra Mundial, marchaba irremediablemente hacia el abismo. Ante la miseria económica y la amenaza de un alzamiento obrero, solamente quedaba una opción para acabar con la crisis interna: matar al stárets.
Entre la bruma que rodea la muerte de Rasputín, Mario Verdaguer despliega una trama de misterio y confabulación entre miembros del gobierno y la aristocracia rusa que terminaría con el asesinato del que había sido durante años el protegido de los zares. Grigori Efimovich Rasputín, miserable mujik que decidió el rumbo de una nación entera, el hombre más poderoso de Rusia, caía muerto en el palacio de la Moika el 17 de diciembre de 1916. Dos meses después, las profecías del diablo sagrado se cumplían, y hordas de campesinos hambrientos invadían Petrogrado uniéndose a la oleada revolucionaria que pondría fin al Imperio ruso.