Kokoro, una mexicana en Japón no es una crónica orientalista como tantas otras que se escribieron y se han seguido escribiendo sobre los “samurayes”, ya ultrapasadas y envejecidas. Tampoco es una memoria de viajes, que igualmente se apaga con la nostalgia. Tampoco nos quiere impresionar por su conocimiento de esa lengua y esa cultura “tan exóticas”, como lo hicieron siempre los viajeros occidentales. Nada de eso, este libro no está escrito con prepotencia ni tampoco con snobismo. No continúa la tradición del discurso orientalista y pintoresquista que hacen del otro el oscuro y ambiguo objeto del deseo.
Escrito en un lenguaje coloquial, tanto por la marca de la oralidad, como porque todo él es un largo coloquio en el cual se mezclan esos dos mundos, esas dos tradiciones, la azteca y la nipona, en sus aristas aún vivas y que se vivifican mutuamente desde el interior del espíritu y la intimidad. Por eso es muy afortunado el título, Kokoro, que explícitamente evoca el otro Kokoro, el de Lafcadio Hearn, los “ecos y nociones de la vida interior japonesa”.