A partir de la era moderna, los Estados europeos despliegan por el mundo entero su tecnología y sus creencias, convencidos de la superioridad de su cultura y del derecho de ocupación de lo que significativamente llamaban «territorios de ultramar». Fue así como, tras los procesos colonizadores hispano y portugués del siglo XV, las costas de África, Asia y América reciben, en los siglos XVII y XVIII, la masiva visita de navegantes que provenían principalmente de Inglaterra, Francia y Holanda.
El territorio del entonces Reino de Chile resultaba atractivo por las islas Juan Fernández, por el desconocido continente antártico y por el Estrecho de Magallanes, paso vital para la comunicación entre los océanos. Asolado por piratas y corsarios en los siglos XVI y XVII, durante el XVIII el país sería incluido en la ruta de distintas misiones de exploración científica, que levantan registro del paisaje, de sus recursos naturales, de sus habitantes y su cultura.
Un sacerdote francés coetáneo de dicho proceso, Joseph Delaporte, se da a la tarea, a la vez curiosa y monumental, de compilar diferentes relatos de viajes fruto de aquellas expediciones, y de integrarlos en la crónica de un viaje ficticio, organizada a partir de cartas que un ficticio «viajero francés» escribe a una dama parisina, también ficticia, manteniendo con fidelidad –eso sí– la información contenida en dichos relatos: el conocimiento geográfico del mundo entero, dividido en treinta y cuatro volúmenes.
Fernando Casanueva Valencia, escritor y traductor chileno radicado en Francia, encontró hace algunos años, en una vieja librería de ese país, uno de los volúmenes de Le Voyageur françois, ou la connoissance de l’ancien et du Nouveau Monde, cayendo en la cuenta de que la sección de dicha obra correspondiente a Chile constituía en sí misma una notable pieza compilada sobre nuestra historia y geografía. He aquí el resultado de su trabajo