El ciudadano se hace, porque la libertad no se otorga, se conquista. Ésta es una experiencia fundamental en la vida que a nadie se le debe ahorrar, so pena de hacerle recaer en formas de dependencia o en minoría de edad. Y aun cuando se tenga la suerte de haber nacido en una sociedad democrática, y crecer en sus leyes y costumbres, se precisa el esfuerzo de apropiarse de tal herencia y ponerla a fructificar. No basta con ser libre, sino que es preciso ejercerlo y probarlo en aquella voluntad incondicionada de disponer de sí y contar con el otro, para determinar conjuntamente la vida en común. La democracia, solía recordar José Luis Aranguren, no es sólo un régimen político, sino también un ethos o forma de vida. A esta disposición activa, cultivada y educada como hábito, la llamó Aristóteles virtud, en este caso, virtud cívica por incorporarse vital y prácticamente los valores morales y las reglas de juego de la democracia, en hábitos de participación, comunicación y cooperación y en actitudes de corresponsabilidad. La ética cívica es la ética del civis o ciudadano, y abarca tanto el comportamiento propiamente intersubjetivo como aquel otro que se produce en la esfera de lo público institucional.