Si estás casi muerto, un poema (y toda esa pedriza de revelaciones que alberga) puede volverte casi vivo, vivificándote en grado sumo al rescatarte del dolor o la agonía, instalándote (al menos por unos instantes) entre los senos electrizados de la Esperanza. Para algunos, existen instantes que son eternos y basta un pequeño acontecimiento para que el corazón se les cubra con un manto de realidad que trasciende la cruda realidad que a todos alcanza.
De tal linaje resulta Fernando Gil Villa, poeta maño-salmantino-americano. A su hija América, nacida en México de madre mexicana, dedica este libro auténtico, el más necesario de los que ha escrito y publicado Gil Villa: he aquí, en los casi cincuenta textos, un pliego de testimonios ardiendo en la noche; unas mujeres alumbrando la nebulosa y los clavos de un nómada o náufrago que en ellas tiene su isla o su principal tabla de salvación.
Estamos ante un conjunto de poemas que acopia la destilación de estruendos, ruinas e indignaciones, fragmentos de una sociedad desorientada, anclada en la incertidumbre de tantas crisis (económicas, éticas…) que la atenazan. Por ello el escriba anota: “…al regresar me topé / con las vacas flacas / plagas de recortes devastaban / mi país y el infierno me cubría / con su sombra”.
La palabra, el Verbo, y también la dignidad de clamar, a modo de los antiguos profetas, contra la incesante injusticia de chacales o tiburones de nuestra especie. En este aliento social y solidario tiene otra importante tabla de salvación.
Palabras de un náufrago rescatado; tablas de salvación que quedan inscritas para que el alba se quede con él todo el santo día.