Érase una vez un hombre bala que, mientras volaba alto, quería tocar las estrellas, aunque luego cayó, como se caen todas las balas. El día que lo lanzaron se confabularon varias de esas estrellas para hacer de aquel viaje algo singular, en el largo período que duraría; y la que lo lanzó tenía además el poder de jugar con el tiempo y darle la vuelta a las cosas cuando se ponían feas; pero no podía hacer nada con el hombre bala que, por alguna otra razón, se enfadó tanto con ella que decidió no mirar atrás. Érase una vez Gabriela, la que lo lanzó, y Quintín, su hijo, el hombre bala. Durante aquel viaje pasaron tantas cosas que lo que vio a su salida cambió a la llegada, en su larga trayectoria, porque el impulso cedió lento ante la gravedad de la vida. Érase al mismo tiempo un tramposo sin corazón o con sinrazones, y la mayor de los hermanos Pedroche, encauzados ambos en genéticas de aguas turbias avivadas entre vecindades belicosas y la absurda enemistad de la juventud estampada en un entorno vital donde la amistad, como la belleza de las cosas, se entremezcla con la suciedad de los días. Y érase también una casa que servía para habitarla solo si estabas en peligro o necesidad. Luego se la tragaba la tierra y te devolvía fuera ya de aquel peligro; porque la casa estaba bañada en la irrealidad de lo cotidiano, desbordada por un resquicio de magia que la hacían posible. Y después lo imposible, observado desde el anhelo que camina indiferente. Madres e hijos que se distancian para siempre y para poco, sabiendo que nunca dejarán de mirarse.