El escritor se vale de otros escritores y su obra. El anciano sacerdote que luce moribundo persigue unas palabras que se le escapan a su ya pesada memoria. «Rosa, vana estrella de…» y el lector debe completar los versos de Juan Bautista de Aguirre en su Carta a Lizardo: «…carmín, fragante pompa». Igualmente bello es el homenaje a Dolores Veintimilla de Galindo en el cuento «Quejas», donde una adolescente transcribe los apasionados versos frente al disgusto de una abuela. No se queda atrás la escena costeña en la que un núbil Medardo Ángel Silva persigue líneas del poema «Se va con algo mío» y su madre lo interrumpe con el llamado a desayunar. Hay escenas de crimen, hay ancianos solitarios y amantes celosos, pero más que nada, fantasmas, buenos, añorantes de la vida y las personas, que regresan insistentes a diferentes escenarios, implícito tributo a la vida, como si la muerte fuese una cosa triste; todo contado con gracia y sin estridencias, como si las historias estuvieran buscando el solaz, no el susto; la añoranza y no la amargura. Jorge Dávila Vázquez nos sorprende con el cierre de estos cien cuentos porque introduce una pluma ajena. El cuento final es de Daniel Zamora Dávila, su nieto, que, en un trasunto de fusión mágica, amalgama sensaciones de deslumbramiento —música, visión, recuerdo— para sugerir apocalipsis.
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- Ríos y poetas
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