Pintar la aldea Perdido en el laberinto de estas calles, intentando descifrar por donde caminar, para retomar la idea original de volver a mi barrio, atravieso el túnel debajo de las vías del tren, y cuando estoy a punto de salir, una monja en una bicicleta destartalada, me consulta por una dirección, un lugar donde comprar un estrafalario objeto para la construcción de una máquina para generar electricidad. La miro irse y parece provenir del fondo del túnel, una voz que se mezcla con el sonido arrollador del tren, y convertida cuando llega a mí, en un susurro o un mantra religioso: Pinta tu aldea. La voz desaparece en el mismo instante que termina de pasar el tren. Eso hace Santkovsky, perseguir la idea de Tolstoi, desde la profundidad de su barrio del Once, fragmento de una aldea posmoderna, una ciudad-monstruo llamada Buenos Aires. Con personajes extraídos de la realidad, que componen una paleta multicolor de crónicas urbanas, aguafuertes de este tiempo, que asimila al mundo como una gran feria a cielo abierto. Astronautas fracasados, inmigrantes ilegales, exorcistas profesionales, fabricantes de espejos, desfilan por estas páginas. La aldea es diferente y a la vez similar a las de la antigüedad. Todo esto, mezclado con dosis de religiosidad agnóstica, una fe que deambula silenciosa y a flor de piel, empujada por el humor, intenta demostrar que, al fin de cuentas, todo puede ser una broma. Y la religión (o como quieran llamarlo), no tiene que ser algo tan serio que nos impida sonreír. De todo esto se trata Diario de un cuentenik también, de reírnos mientras nos pensamos, arrojados a esta nueva Edad Media. Cuando logro retornar a mi barrio, en el espejo en venta apoyado sobre la pared, en la calle Jean Jaures, me mira Chéjov y sonríe. Andrés Bohoslavsky, agosto de 2020.