Esa mañana primaveral, Ana caminaba con paso decidido, con su mochila al hombro y su pañuelo verde. El pañuelo, firmemente atado como estandarte, mostraba sus convicciones a quien quisiera mirar. Un jueves como otros: trabajo, facultad, amigas, y a soñar con un buen fin de semana que el deseo alargaba en la espera.
Pocos metros antes de llegar al bulevar de San Isidro, se cruzó con una señora y con su perro. Automáticamente le sonrió, no podía evitarlo, tampoco quería; no importaba tamaño, raza, color: ella les sonreía a los perros. Con la gente era más selectiva, quizás, hasta un poco prejuiciosa; ellos tenían que atravesar su automática distancia y darse a conocer para que apareciera su sonrisa. No se trataba de timidez, más bien de un estilo que no le molestaba, todo lo contrario, lo consideraba un valor.
(…) su nombre, marca de una elección paterna, tenía la fijeza de una significación: su padre lo había elegido por Ana no duerme, la canción de Spinetta.
Canta y se torna en luz
sobre la alfombra
toca su sombra
cuenta las luces
mira la gran ciudad.
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