Pasarían las cuatro de la madrugada, cuando todavía bajo los efectos embriagantes de lo vivido aquella noche y el revuelto de cerveza y whisky, vistiendo un poco desaliñado, se paró en el quicio de la puerta de la habitación, con la mano extendida sobre la parte superior del marco, como si la sostuviera. En la otra mano llevaba una bolsa con un pollo asado que traía de «paracaídas». Entonces, Nicolás soltó su sermón: —No bebas del licor femenino porque es licor de mandrágora y serpientes. Si bebes de él, errarás el camino, perderás la conciencia… y recuerda, la mujer es el peor enemigo del hombre. Resultaban particularmente contradictorias sus palabras viniendo de un hombre de mediana edad, otrora mujeriego empedernido, eso sí, hasta hacía sólo un par de horas, tributario de una sensación de opresión marital, vivencia de yugo insoportable.