Gottfried Wilhelm Leibniz falleció en Hannover un sábado de noviembre del año 1716, y sus restos –un mes después– depositados en una tumba sin nombre. Tras décadas en el olvido, en 1790 se recordó al genio alemán con una gran lápida cuyo breve epitafio rezaba Ossa Leibnitii, es decir, «los huesos de Leibniz».
A través de la epístola ficticia que un filósofo «escondido» dirige a un discreto cortesano, Francisco José Fernández, en un brillante ejercicio literario, nos desvela hábilmente las claves del formidable polígrafo germano. El propio Leibniz, quien reflexionó en varias ocasiones acerca de la utilidad teórica de ciertas ficciones, estaría sin duda orgulloso de una misiva que no sólo sirve para divulgar su obra, sino que cumple además la máxima horaciana de prodesse et delectare, instruir deleitando.