La vida de Federico García Lorca, así como su muerte, sigue necesitando una revisión, a pesar de los magníficos trabajos publicados por Ian Gibson (1985, 1987, 1997 y 1998), Arturo Barea (1957), José Luis Cano (1974), Francisco García Lorca (1981), Christopher Maurer (1998) o más recientemente Andrés Soria Olmedo (2004) entre muchos otros: no tanto por su naturaleza incompleta (que no lo es), sino por la necesidad de crear una panorámica global del personaje y de la persona. Los intentos, no obstante, han sido muchos, pero los logros en cambio han sido algo irregulares en su éxito. No creemos que una edición como la presente tenga la estricta necesidad de establecer esos vasos comunicantes— como afirmara Aleixandre— entre vida y obra siempre y cuando se quieran atender aspectos más profundos de esta última y no sólo aquellos datos más superficiales para su interpretación: conocer la obra de Lorca es, también, comprender al personaje, sumido en sus propias contradicciones, en su afán protagonista y en sus momentos más introvertidos, en sus reservas por mostrar partes de su persona, incluso hasta sus desconcertantes silencios o aislamientos en mitad de tertulias y reuniones de todo tipo. Su poesía, pues, es un vaivén de emociones que se debate, constantemente, entre lo racional y lo irracional, entre la realidad con su compleja arquitectura y lo onírico con su enigmática construcción.