Descorrer el telón de la primera gran obra de Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, nos conduce a un escenario muy reconocible, hoy quizá demasiado próximo para ser entendido correctamente. Lo que empezó en su día como provocación de un filólogo funámbulo haciendo equilibrios entre ciencia y arte en la cuerda floja del malestar de la cultura de la era moderna conforma hoy ya el suelo tembloroso de nuestra sensibilidad contemporánea. Por un lado, desde ahí se comprenden las rebeliones contraculturales, la desmitificación del principio de realidad burgués, la rebelión dionisiaca de la vida... Pero el viaje retrospectivo de Nietzsche al paisaje juvenil de la obra, en tanto centro neurálgico de su época, también implica acceder de algún modo a un observatorio médico en el que la cultura burguesa asiste inerme y autocomplaciente al proceso suicida de la estetización de la política. Sea como fuere, la batalla más importante que se libra en el libro no es la del bárbaro Dioniso contra el prudente racionalista Sócrates —a fin de cuentas, Nietzsche escribe desde la conciencia de un desenfreno socrático tan desmesurado como el dionisiaco—, sino la del Apolo mediador cultural -un Apolo, eso sí, que venda la herida primigenia de Dioniso- contra ese Dioniso desenfrenado que es Thanatos, ese voraz agujero negro que se aprovecha del agotamiento de nuestra realidad disciplinada.