I
La nueva fase. El segundo Imperio. De la poesía lírica a la novela. Digresión y recuerdos personales. El fondo filosófico del naturalismo. El realismo difuso e inevitable. Su infecundidad como escuela. Sirve de puente a la doctrina naturalista
Antes de entrar de lleno en el período en que el naturalismo adquiere carácter de escuela literaria, desplegando bandera de combate y pretendiendo asumir la significación entera de la democracia triunfadora, convendrá advertir (insistiendo en algo dicho ya en anteriores volúmenes de esta obra misma), que dar a una época el nombre de una escuela, no quiere decir que en esa época misma faltasen otras tendencias, sino que hay una especialmente característica de la hora y del momento.
Hemos visto cuán efímero fue el triunfo del romanticismo, y registrado las diversas fases y direcciones de la transición. Una va a imponerse, con violencias de pirata que entra a saco en la ciudad, y contribuirán a su pasajero dominio, la difusión del positivismo científico, al cual, ya veremos si con fundamento, se afiliaba el naturalismo literario; la influencia póstuma de Balzac, que, como nuestro Felipe el Hermoso, anduvo más camino muerto que en vida; y las circunstancias sociales e históricas, que prepararon el advenimiento de la tercer república.
Con el romanticismo —aunque este no fuese cosa genuinamente francesa—, Franciaimpuso a Europa su literatura; ayudó a la expansión su espíritu cosmopolita, y lo vago y genérico de su documentación y decorado. No hay cosa más semejante a un héroe romántico que otro, y al través de la sensibilidad mundial se reconocen hermanos los pálidos y fatales soñadores, los héroes de Puchkine, Musset, Espronceda y Byron. Pero aparece Balzac, y la literatura francesa arraiga en el terruño; la provincia y París son ambiente del arte; Francia se vuelve hacia sí misma, alejándose de las Venecias y las Andalucías quiméricas. Con el naturalismo arrollador, Francia, después de la caída del segundo Imperio, recobrará algún tiempo el privilegio de dar modelos literarios a las demás naciones; pero lo conseguirá por medios bastardos, suscitando curiosidades no siempre sanas y artísticas, y con el equívoco de una identificación imposible de la ciencia y el arte, base del edificio teórico de la nueva escuela, que, en su forma sistemática, se apoya en un absurdo.
Si las leyes constantes de la historia no fallan, tan graves sucesos como los que se desarrollaron en Francia, al caer el régimen imperial, tenían que abrir surco en las letras. De la desventura de Napoleón III, y de los epilépticos horrores de la Commune, persistía la huella reciente de una depresión y un dolor y una humillación en todos. París es el centro del pensamiento francés, es el foco del arte, y París había sido sitiado, sujeto al hambre y al frío, invadido, maniatado, incendiado, profanado en su belleza y en su grandiosidad. El arte, por diez a doce años, no podía menos de saber a ajenjo de pesimismo; la Commune y sus desesperaciones encontraron expresión en la escuela naturalista, o, por lo menos, en la serie de los Rougon Macquart —«historia de una familia durante el segundo Imperio»— que Zola había empezado a escribir, justo es decirlo, antes de Sedán, estigmatizando ya los comienzos del régimen, el golpe de Estado y el poder personal de Napoleón.