Ella no tenía nada por lo que vivir; él se aferraba a ganarle a la muerte.
¿Qué diantres pudo estar pasando en la mente de una mujer que, cercana a cumplir treinta y cinco, decidió poner fin a sus días?
Fue algo más que simples pensamientos, fue una acumulación gota a gota que derramó un vaso injusto, insulso y mediocre. Y una vez desbordado, así como los ríos, su cauce se alteró.
Azucena, como quería que creyeran se llamaba, se cansó de vivir y cuando la muerte la llamó, resultó ser la cautivante voz, el alicaído cuerpo y el alma atormentada de un hombre que le estremecería hasta sus cimientos.
Eduardo, hijo, heredero y empresario de la oligarquía cafetalera costarricense de los años cuarenta del siglo XX, buscaba con desesperación algo que ella podía darle: la esperanza de vivir, en lo que sería un hito en la historia de la medicina mundial, un trasplante de órgano, transacción mortal a la que ella accedía con gusto a cambio de dinero.
El deseo de vivir, el de amar y ser amados se entremezclan tocando fibras sensibles del suicidio, la depresión, el comercio de órganos, la desigualdad y el libre albedrío, mostrando al amor no como un acto abnegado, sino como la síntesis de la mayor de las felicidades y la más amarga de las tristezas.