Cuando conocí a las mujeres que llevaban tan feo sobrenombre, pude convencerme de que ellas eran más feas aún. Decir que una persona es fea no expresa sino un concepto general; no hay términos más vagos que estos de feo y hermoso. Asimismo, solo existe un verbo para la idea de amar, ¡y tantos matices y colores y grados en el amor! Ni aun añadiendo adjetivos se aclara esto de la fealdad. Las Cutres, podré decir, tenían una fealdad innoble, repulsiva, de escarabajo pelotero, y al escribir, siento que las palabras no dan la impresión de los aspectos físicos. No; la fealdad de las Cutres era algo inefable, porque consistía no solo en las líneas, sino en la expresión —en la expresión principalmente—. Y, sin embargo, esta expresión era de dolor, resignación y melancolía, sentimientos todos nobles… Las líneas, la tez, las facciones, tenían la culpa de que el dolor pareciese ridículo, la resignación necia, la melancolía repugnante. Además, la gente no podía concertar estas expresiones, que suelen revelar una vida interior espiritualizada, con la manera de vivir de las tres hermanas, sometida a la tiranía del sórdido interés.
Las Cutres no eran ricas cuando perdieron a su madre, por cierto una de las mujeres más hermosas de la provincia, muy pretendida después de viuda y muy aficionada a trapos y moños; algo casquivana, en resumen. Su belleza y su coquetería eclipsaron por completo a sus hijas, o, mejor dicho, ayudaron a que resaltase lo poco que debían a la Naturaleza. Nadie las hizo el menor caso, y nadie se recató para cortejar y galantear a la madre en presencia de las muchachas, convertidas por la mamá caprichosa y ligera en doncellitas que la vestían, calzaban y adornaban, y trabajaban en sus prendidos y perifollos. Muerta súbitamente, de un mal que no se supo definir, la madre, las muchachas se retiraron del mundo por completo, a pesar de que algunas de sus amigas afirmaban que aquellas chicas —Paulina, Marcela y Rosario— eran animadísimas y amigas de diversión, y ahora, libres, iban, a pesar de su fealdad, a pasarlo muy bien, a darse una vida excelente. No se cumplieron tales augurios. Las jóvenes —entonces se las podía llamar así— se encerraron en su casa a piedra y lodo, y entonces, al notar que, transcurridos tres años, no se las veía el pelo y continuaban en la misma soledad y retiro, hubo que buscar un móvil a su conducta extraña, y el móvil fue la avaricia. En efecto, las tres huérfanas demostraban una economía antipática, odiosa. Todo tiene su límite, todo debe hacerse con medida. Bueno que ahorrasen, si era verdad, como se murmuraba, que la veleta de la madre había dejado deudas y trampas, por el afán de lucir. ¡Pero no tanto! Las hermanas prolongaban el luto para prolongar la vida del único traje de merino negro que se habían hecho al suceder la desgracia. Y el traje ya no era negro, sino verdoso, y los zurcidos de codos, pecho y cuello asombraban por lo complicados. La comida la formaban algunas legumbres que les producía el huertecillo de la casa de campo donde pasaban la primavera y parte del otoño. Allí criaban gallinas y cerdos, pero los vendían en el mercado. Llegaron al extremo de vender las ropas de su madre, sus alhajuelas, sus abanicos y adornos, a una prendera. También se deshicieron de muebles. Todo lo que podía producir dinero, vendíase. Y en el pueblo les pusieron el apodo de las Cutres.