El tesoro de Gastón, de Emilia Pardo Bazán, relata la historia de un joven adinerado que despilfarra la fortuna heredada de su madre. Sin embargo, tras muchas andanzas, Gastón descubre que puede vivir de una manera distinta, recuperar lo perdido y encontrar amor y honestidad.
Edición de referencia: Barcelona, Editorial Gili, 1897.
Cuando se bajó en la estación del Norte, harto molido, a pesar de haber pasado la noche en wagon-lit, Gastón de Landrey llamó a un mozo, como pudiera hacer el más burgués de los viajeros, y le confió su maleta de mano, su estuche, sus mantas y el talón de su equipaje. ¡Qué remedio, si de esta vez no traía ayuda de cámara! Otra mortificación no pequeña que el tener que subirse a un coche de punto, dándole las señas: Ferraz, 20… Siempre, al volver de París, le había esperado, reluciente de limpieza, la fina berlinilla propia, en la cual se recostaba sin hablar palabra, porque ya sabía el cochero que a tal hora el señorito solo a casa podía ir, para lavarse, desayunarse y acostarse hasta las seis de la tarde lo menos…
En fin, ¡qué remedio! Hay que tomar el tiempo como viene, y el tiempo venía para Gastón muy calamitoso. Mientras el simón, con desapacible retemblido de vidrios, daba la breve carrera, Gastón pensaba en mil cosas nada gratas ni alegres. El cansancio físico luchaba con la zozobra y la preocupación, mitigándolas. Solo después de refugiado en su linda garçonnière; solo después de hacer chorrear sobre las espaldas la enorme esponja siria, de mudarse de ropa interior y de sorber el par de huevos pasados y la taza de té ruso que le presentó Telma, su única sirviente actual, excelente mujer que le había conocido tamaño; solo en el momento, generalmente tan sabroso, de estirarse entre blancas sábanas después de un largo viaje, decidiose Gastón a mirar cara a cara el presente y el porvenir.
Agitose en la cama y se volvió impaciente, porque divisaba un horizonte oscuro, cerrado, gris como un día de lluvia. Arruinado, lo estaba; pero apenas podía comprender la causa del desastre. Que había gastado mucho, era cierto; que desde la muerte de su madre llevaba vida bulliciosa, descuidada y espléndida, tampoco cabía negarlo. Sin embargo, echando cuentas (tarea a que no solía dedicarse Gastón), no se justificaba, por lo derrochado hasta entonces, tan completa ruina. El caudal de la casa de Landrey, casi doblado por la sabia economía y la firme administración de aquella madre incomparable, daba tela para mucho más. ¡Seis años! ¡Disolverse en seis años, como la sal en el agua, un caudal que rentaba de quince a diez y siete mil duros!
Acudían a la memoria de Gastón, claras y terminantes, las palabras de su madre, pronunciadas en una conferencia que se verificó cosa de dos meses antes de la desgracia.