Un chico marroquí acusado de traficar con droga, otro gambiano que no puede aguantar más el ataque de sus compañeros, ambos expulsados del instituto…constituyen la perfecta excusa para que el autor haga una auténtica inmersión al tuétano de los centros escolares y lo que encuentra es algo muy simple y escandaloso: la imagen de la escuela va por un lado y la realidad por otro.
La legalidad dice una cosa y la práctica otra: clases para listos y clases para tontos, en las que, naturalmente se agolpan los extranjeros aunque dominen tres o cuatro lenguas. Humillaciones consentidas, arbitrariedades, informes desaparecidos, agresiones impunes, jóvenes educados en el recelo racial. Niños que se ven rechazados por el color de su piel o por la creencias religiosas de sus mayores, chicos que nacieron aquí a quienes se les considera eternamente extranjeros…
Con su sensibilidad fuera de lo común, el autor nos demuestra que tales recelos son superables, que el mundo y el destino de los otros es el nuestro, que todos hemos sido o podemos ser emigrantes, que el conocimiento mutuo es el mejor camino para lograr una sociedad rica, variada y armoniosa y que es necesario romper el velo de a incomprensión.