CHARLES SIMIC es un caso raro en la literatura de EE. UU. Nacido en la Yugoslavia de 1938, fue uno de los miles de inmigrantes que cruzaron el océano para desembarcar en EE. UU. A Nueva York llegó con 16 años y poco tiempo después decidió que quería escribir poesía, y que lo haría en inglés, pese a que no era su lengua materna. Fue ahí donde empezó la carrera de un poeta reconocido con el Premio Pulitzer de Poesía en 1990 y nombrado Poeta Laureado por la Biblioteca del Congreso de EE. UU. en 2007, tras Donald Hall. Defensor del menos es más, supersticioso sin remedio y con un humor irreverente que heredó de tierras balcánicas, Simic incluye en sus poemas imágenes y metáforas desconcertantes, producto de su influencia surrealista, y personajes marginales que representan con ironía y dignidad el paso de la humanidad por la miseria y el fracaso. Sin posicionarse en escuelas ni movimientos, Simic no huye de lo grotesco o lo incómodo, de la oscuridad y la ruina, y en su poesía encontramos desde un viejo tullido tocando My Blue Heaven a un chucho que gruñe hacia su propia imagen reflejada en el espejo o un grupo de guardias que juegan a las cartas después de haber golpeado a su prisionero.