El deber de Cleto Páramo en Madrid era estudiar Derecho. Para eso, y no para otra cosa, le había enviado a la Corte, con el subsidio de cuatro pesetas diarias, su tío el señor cura de Villafán. Si hemos de ser enteramente francos, el cura hubiese preferido verle ingresar en el Seminario de la diócesis, tenerle allí bajo el ala, cuidar de su alma y de su ropa interior y hacer de él un misacantano. ¡Porque ese Madrid! ¡Esa perdición! ¡Lo que allí hará un muchacho suelto! ¡Y cuando vuelva al lugar, qué va a traer sino las camisas y los calzoncillos en un puro jirón y en la conciencia un cargamento de pecados mortales! Pero, así y todo…
El pero, en este caso especial, era el talento que a Cleto Páramo le había otorgado la Providencia, dispensadora de gracias, virtudes y dones que no nos merecemos los mortales. De mozos como Cleto se puede esperar todo, y todo lo esperaba, efectivamente, el cura. No cabe limitar el porvenir de quien descubre tales disposiciones, y no sería el primero ni el segundo que llegase, andando el tiempo, a ocupar los puestos más altos. La situación de España cuando Cleto levantó el vuelo era para fomentar los ensueños de la ambición. Acababa de estallar la revolución que derrocó la dinastía; un hervidero de ideales, de aspiraciones, de codicias, de apetitos, una mezcla de fuego y barro vil, como en los volcanes, se derramaba bullendo; oíanse nombres nuevos; el arte y las letras iban a transformarse. Todo esto, confusamente y a través de su anticuado criterio, lo percibía el señor cura y le estimulaba a sacrificarse por el sobrino, predestinado a la gloria, al poder…, quién sabe si a las dos cosas a un tiempo. Teníase el señor cura por un porro, pues no sabía más que cumplir oscuramente sus funciones sacerdotales y comer sopas de ajo, a fin de que no le faltase al estudiante la mesada; pero tocante al chico… ¡ya se vería, ya, si era o no palo de obra!