En 1898 tuvo lugar la guerra entre Estados Unidos y España, que consagró a la nación americana como potencia mundial y representó para la nuestra un golpe moral de demoledoras consecuencias históricas aunque enriquecedor desde el punto de vista intelectual, pues provocó el gran debate entre los pensadores integrados en la llamada “Generación del 98”. En el ánimo español se instaló un pesimismo que, en lo militar, produjo un aislamiento gremial visto por muchos investigadores como una de las causas motivadoras de la Guerra Civil y sobre el que no faltaron algunas autorizadas voces de alerta. Aquella contienda ultramarina ha sido, en general, estudiada con atención preferente a su componente naval obviando las batallas terrestres, con lo que se tiene una visión parcial del conflicto la cual es, además, engañosa, pues sanciona como decisiva (según la visión de nuestros gobernantes de entonces) la derrota del Almirante Cervera frente a la Escuadra norteamericana sin tener en cuenta que con ella las fuerzas yanquis no habían logrado sus objetivos estratégicos, y que, incluso, estuvieron muy cerca de renunciar a ellos. La verdadera batalla decisiva de la guerra hispanoamericana fue la de Santiago de Cuba, librada entre los ejércitos español y norteamericano y cuyos análisis, muy escasos, se remontan a los primeros años del siglo XX sin que posteriormente hayan sido objeto de estudio desde una óptica profesional. En aquella batalla, que terminó siéndolo de trincheras, como un preludio de las que se librarían durante la Primera Guerra Mundial, influyeron, por parte española, dos factores que condujeron a su desenlace y que están sin investigar: por una parte, la descoordinación entre los tres niveles (político, estratégico, táctico) en que todo conflicto bélico se desarrolla; por otra, el choque psicológico entre el Capitán General de Cuba, don Ramón Blanco y el Almirante Cervera, inadvertidamente motivada por el Gobierno de Sagasta.