Como todas las tardes al regresar del trabajo, Desmond revisó el casillero de correo antes de subir las escaleras hacia su departamento en el cuarto piso del viejo edificio de Chapinero Alto. El portero del edificio, un indiecito corto de estatura y sin dientes que de noche cuidaba muy poco y dormía plácidamente envuelto en una ruana sucia y descosida, le alcanzó un par de revistas que resultaban demasiado grandes para el reducido espacio del casillero. Desmond le dio las gracias con ese tono amable que utilizan los ingleses para dejar evidencia de sus buenos modales, tan universalmente admirados, y que por lo general resulta ser la primera capa de maquillaje de los pueblos bárbaros recientemente civilizados. El hombrecito le devolvió una amplia y fea sonrisa llena de huecos y lo siguió con la mirada hasta que su figura desapareció escaleras arriba.