Cecilia Casanova escribe “sin efectos especiales”. En blanco y negro, dice, como una vieja película. Como un trazo caligráfico de la escritura china, a medio camino entre la palabra y la imagen, haciéndolas tocarse en la gracia de una sola, ligera huella, haciéndose presente al borde de la nada. No es poca hazaña. Poemas hechos de instantes mínimos, en los que relumbra, intempestivamente, lo inmenso. Los maestros de este arte son orientales. La tradición de nuestra poesía suele olvidarlos, o no saberlos leer. Leer a Cecilia Casanova −o leer a Ungaretti, por ejemplo− es replantearse lo que es un poema. Estos versos son austeros, y gráciles, y casi transparentes; y, como si nada, ponen en suspenso las prácticas habituales de la actual poesía chilena.