"La ciudad estaba asentada en terreno llano que ascendía suavemente, hasta un montículo, en su parte norte. Allí brillaba, día y noche, el imponente conjunto de la Acrópolis de la Ciencia. De día, con la blancura de los mármoles que revestían todos los templos, revelada por la gracia de Dios, la luz natural; de noche sostenida por la industria humana, proyectores eléctricos que no dejaban dormir a las superficies en la paz de lo oscuro, ni un momento. Simbólica continuidad, significante de que al hombre jamás se le debe apagar en la conciencia el valor supremo –la sumidad estaba denotada por el emplazamiento en la colina más alta– del conocimiento científico; ni la gratitud y orgullo que su posesión debe inspirar a la humanidad –expresado esto por la soberbia de los edificios y el arder constante de la luz eléctrica, ventajoso reemplazo de los hacheros y cirios votivos que antaño ardían en ofrenda a otro altísimo poder."